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Las calesitas de la ciudad de Buenos Aires sobrevivieron a la cuarentena

Desde 2015, las 55 calesitas existentes en la ciudad de Buenos Aires son consideradas patrimonio cultural porteño. Todas ellas pudieron reabrir después de la estricta cuarentena de 2020 gracias a distintos préstamos y ayudas del Fondo Nacional de las Artes. “Fue muy duro soportar la cuarentena sin ingresos. Algunos vendíamos pochoclos en la entrada de la calesita para llevar algo de dinero a casa. Después, cuando reabrimos en octubre, tuvimos dos meses de furor. Los chicos hacían cola, estaban ávidos de jugar”, contó Carlos Pometti, secretario de la Asociación Argentina de Calesiteros y Afines. “Estuvo difícil el 2020. Cerramos en marzo y recién volvimos a abrir en octubre. Al principio habían habilitado las plazas solo para caminar y entonces los chicos se agarraban de las rejas y miraban calesita queriendo entrar. Fue triste. Teníamos que limpiar la sortija cada vez que un nene la agarraba”, relató.

Ahora siguen girando y cautivando. Durante una recorridaN, un niño de 4 años vestido con la camiseta del PSG y barbijo de alta protección entró corriendo a la calesita de la Plaza Unidad Latinoamericana, de Medrano y Costa Rica. Eligió subirse a uno de los caballos y su abuela lo acompañó, parada a su lado. “La calesita tiene algo que trasciende, que la mantiene vigente. Yo iba a la calesita cuando era chico, luego fueron mis hijos y ahora lo hace mi nieto”, dijo Jorge Poleri, abuelo del chico, que los esperaba.

Gustavo Jurjo es el dueño de esa calesita del barrio de Palermo. “Me dedico a esto desde siempre. Primero pensé que el cierre sería de una o dos semanas, pero duró ocho meses. Las primeras semanas fueron muy duras. Muchos nos pusimos a vender algodón de azúcar o bolsas de pochoclo para subsistir. Los chicos querían venir, necesitaban salir y volver a la plaza. Cuando finalmente abrimos, teníamos que desinfectar la sortija, usar barbijo todo el tiempo, mantener la distancia y respetar un máximo de diez chicos, con un adulto por cada uno”, recordó.

En la calesita de la Plaza 25 de Agosto, en Villa Ortúzar, la sortija sigue siendo un gran imán para los chicosHernán Zenteno

Los calesiteros también recurrieron a la pintura y al arte como alternativa durante la cuarentena. Mauricio Espinosa es, desde hace 20 años, el encargado de la calesita que funciona en la Plaza 25 de Agosto, en las calles 14 de Julio y Charlone, del barrio de Villa Ortúzar. “Fueron ocho meses los que la calesita estuvo cerrada. Yo tuve que salir a hacer changas como pintor, y acá instalamos atriles en la puerta para que los chicos pintaran con témperas y tuvieran una alternativa para jugar. La calesita nunca va a pasar de moda, por más tecnología que exista, es parte de la diversión en la infancia”, expresó.

Durante la visitaN, una niña de 6 años que daba vueltas arriba de un caballo se ganó la sortija que movía Espinosa con su mano derecha. “Ella me pide venir. Llega un momento en que la tecnología los aburre. Traerla me recuerda a mi propia infancia y a la de mis hijas más grandes”, contó su madre, Melina Entebi.

Tanto en Palermo como en Villa Ortúzar la vuelta sale 60 pesos, pero afirman que la mayoría de las familias compra la promoción de seis vueltas por 300 pesos.

“Las calesitas tienen un efecto cultural multiplicador e integran la memoria de la ciudad de Buenos Aires. Por eso promovemos su actividad y su proyección para las futuras generaciones”, explicaron desde la Secretaría de Atención Ciudadana y Gestión Comunal del gobierno porteño. “Estos bienes culturales constituyen parte del patrimonio inmaterial, porque no solo poseen valor en términos de objeto, sino que además se vinculan al tradicional oficio del calesitero y a ciertas prácticas y costumbres de la actividad, que se se transmiten familiarmente y que se pretenden conservar”.

Según la Asociación Argentina de Calesiteros y Afines, la primera calesita que funcionó en el país fue de origen alemán y se instaló entre 1867 y 1870 en la zona de la actual Plaza Lavalle. Hubo que esperar hasta 1891 para contar con la primera calesita fabricada en la Argentina, que fue construida en la entonces Plaza Vicente López.

La imaginación

A pesar de los avances tecnológicos de los últimos años, las innovaciones que generalmente implementan las calesitas se centran en la pintura o, como mucho, la incorporación de algún personaje popular. “Hemos innovado incorporando algún personaje puntual o pintando los juegos, pero lo mejor es tener bien mantenidos los mismos autitos que hace 40 años porque los papás eligen para sus hijos el mismo lugar que les gustaba a ellos de chicos. Reviven su propio recuerdo”, explicó Pometti.

Según los dueños, el gran tesoro de las calesitas es la imaginación. “El valor irremplazable de las calesitas es la parte imaginativa que despierta en los chicos. La imaginación le gana a la tecnología. Lo que la calesita logra en la cabeza de un chico no se puede comparar con lo que genera la mejor play station. A veces pasamos a pedir el boleto y el pibe está abstraído haciendo el ruido de un avión o un tren”, agregó.

La calesita, uno de los atractivos del Parque Carlos Mugica, en SaavedraHernan Zenteno – LA NACION

“Antes los chicos venían hasta los 16 años, ahora vienen hasta los 10 como máximo, pero la calesita es un clásico, nunca va a pasar de moda”, dijo Jurjo. En la calesita de Espinosa, las figuras más elegidas son las autobombas y las tazas. Sin embargo, “la sortija siempre es lo que más les divierte. A veces vienen chicos de 15 años para recordar y hasta tenemos una pareja de abuelitos que viene seguido”.

En el Parque Carlos Mugica, sobre la calle Rogelio Yrurtia, en el barrio de Saavedra, encontramos a Diego Pilepidi, que había llevado a la calesita a su hija de 5 años. “Le encanta venir. Ella disfruta y a mí me gusta traerla. Además, está buenísimo poder salir del departamento y estar al aire libre, sobre todo en vacaciones”, contó. “Me gusta el caballo blanco”, dijo la pequeña, escondiéndose tras las piernas de su padre.

Armando Fernández lleva regularmente a su hijo de 2 años a esa misma calesita. “Solemos traerlo dos o tres veces por semana. Yo también iba, me gusta seguir esa tradición”, sintetizó.

Fuente: Josefina Gil Moreira, La Nación.


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